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¿Puede la escritura sanar a quien escribe?

  • Writer: Laura
    Laura
  • Feb 9, 2021
  • 2 min read

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Hacía apenas una semana que mi mundo se había roto. Estaba sentada en la playa, observando cómo las olas golpeaban la orilla. No sabía muy bien por qué, ni para qué, pero saqué un boli y un cuaderno de la mochila que yacía a escasos metros en la arena, como un muñeco de trapo tirado, y empecé a escribir. Y a llorar.


Los sentimientos empujaban por salir a borbotones. Al principio mi objetivo era escribir algo corto, quizás un blog, que ayudara a otras mujeres que pasaran por una circunstancia parecida. Aún tenía el recuerdo pegajoso en la memoria de haber buscado en vano, haber tecleado de mil maneras en Google y no encontrar lo que yo ansiaba. ¿Cómo es posible que tengamos que atravesar por esto solas? Fueron ocupando el cuaderno las primeras líneas, avanzando como una mancha de café que se esparce sobre el mantel, como esas olas empecinadas que cubrirían la playa antes de que cayera la tarde.


Poco a poco, me di cuenta de que la verdadera destinataria de mis notas era yo misma. Deseaba combatir la desmemoria, dejar constancia de la vida de mi hijo. Había existido. Su vida había sido corta, pero había sido. Sentí la necesidad urgente de grabar cada minuto en los que habíamos compartido espacio, mi vientre. Y fue así como lo que comenzó en forma de blog se fue desbordando, excediendo los márgenes de unas páginas que se me quedaban raquíticas ante esta gran ola. Ya no me importaba que el resultado fuera publicable o compartible, qué más da si el texto es demasiado largo y nadie lo quiere leer, necesitaba capturarlo todo hasta el detalle.


El estilo de repente se fue volviendo más lírico. Me reconfortaba sentir que la historia de mi hijo pudiera exhalar belleza, convertirse en una pieza delicada. Fue entonces cuando, a medio camino, descubrí que estaba escribiendo algo parecido a una novela. Sí, una novela de verdad, algo que nunca antes había intentado. Ese proyecto que está en la lista de cosas que hacer en la vida, y del que jamás me había sentido capaz. Desconcertada, volví a releer los primeros párrafos. Ya no encajaban. Demasiado impersonales, demasiado directos, incómodamente neutros, y los reconvertí en la nueva misión.


Fueron muchas tardes a solas con la pantalla del ordenador. Día tras día fui reflexionando sobre lo que me estaba tocando vivir, llorando la pérdida de mi hijo, dejando constancia de mis pensamientos en párrafos que escribía y reescribía hasta que sentía ese tilín que me indicaba que por fin las letras se ajustaban a mi piel, en ese difícil equilibrio de conseguir reflejar tus sentimientos de forma justa. Más de seis meses hasta que el primer borrador de Un nombre de guerrero estuvo terminado.


Puedo decir que escribir ha sido mi mejor terapia. Enterrar una pena es condenarla a infectarse, a convertirse en un duelo crónico, olvidado bajo capas de tareas cotidianas, la casa, los niños, pero latiendo por dentro, luchando por salir. Escribir me ha sanado. Hace poco he compartido mi historia con vosotras, y lo que comenzó como un homenaje a mi hijo es ahora una pequeña batalla por todas las mujeres que han vivido este duelo. Gracias por leer y compartir Un nombre de guerrero.

 
 
 

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