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UN NOMBRE DE GUERRERO, AMOR Y DOLOR DE UNA MADRE







Muchas personas lo llaman intervención, pero es un parto. Había parido a otro hijo cuatro años atrás, y esta vez la tripa se retorcía igual, el dolor era muy familiar. En otro hospital, con otros médicos, pero era lo mismo. Ya no sabía cómo colocarme en aquella camilla de hospital, y las sábanas parecían pegarse a mi cuerpo por el sudor. A mi lado, mi madre me imploraba con los ojos que fuera paciente, que me tranquilizara, pero las contracciones apretaban y no me quedaba humor para soportarlas, no me quedaban motivos para acallar los gritos. El humor sí era diferente esta vez. Si a un parto le quitas la ilusión de ver a tu hijo con vida, solo te queda el dolor, y yo era consciente de que este encuentro sería también nuestra despedida. Salvajes ironías de la vida. Venga, ahora aprieta, aprieta fuerte, que ya viene.


Salió mi niño de mi vientre, del refugio que lo había acogido y nos había mantenido unidos desde hacía meses. Tan pequeño. Tan quieto. Las piernas me temblaban del esfuerzo, sentía que el cansancio empujaba mis hombros sobre la camilla, me obligaba a permanecer inmóvil, mirando al techo. Las matronas y enfermeras se afanaban en recoger el cuarto a mi alrededor, en limpiar los recuerdos de aquel parto fallido. ¿Quieres cogerlo en brazos? Sí, claro que quiero… Aunque a muchos les extrañe o les produzca pavor, esta debería ser una pregunta sistemática, pues toda madre anhela tener a su bebé en el regazo, acunarlo aunque sea unos segundos, toda madre necesita volcar el amor que se desborda desde sus entrañas. Al menos, es justo que nos den esa posibilidad. En estos casos, facilita el duelo. Una de las enfermeras me agarró del brazo para ayudarme a levantarme de la camilla y avanzar a duras penas hasta el sillón de la salita, donde dejé caer el triste peso de mi cuerpo. Me lo acercaron envuelto en una toalla blanca que lo envolvía hasta casi hacerlo desaparecer entre los pliegues. Apenas tenía 22 semanas, y unas manitas diminutas pero hermosas, perfectas, las más preciosas del mundo. Era mi hijo. No vivía, pero era mi hijo y yo lo amaba más que a nada.


En la puerta de la habitación colocaron una mariposa violeta. No me explicaron el motivo, pero yo lo sabía. Es el símbolo que marca que la paciente ha perdido a su hijo, para que todo el personal que franquee la puerta lo tenga en cuenta y la trate con cariño. Me calaba una pena honda saberme diferente a las otras madres, que tras el resto de las puertas del pasillo disfrutaban de sus hijos recién paridos, sanos, vivos, de los ramos de flores que les habrían regalado, de las sonrisas. Pero entendía que el hospital respetaba mi dolor y trataba de acompañarlo. Porque, en mi caso, respetar mi parto significaba respetar mi duelo.

Esta es mi historia y la de tantas otras mujeres. Cientos. Miles. Somos muchas, aunque apenas se nos vea, ya que solemos guardar silencio. Todas compartimos el mismo dolor, pues no existe remedio que evite la pena de perder a un hijo. Pero la curación, el proceso de sanar el duelo, puede y debe facilitarse y dicho proceso empieza en el mismo momento en el que sabemos que nuestro hijo no vivirá. A partir de ese instante necesitamos todo el cariño del mundo, y el trato de los profesionales sanitarios marcará nuestro recuerdo de los momentos más duros. Entender y acompañar a las mujeres que pasan por este trance necesita de formación específica, de protocolos de actuación que aseguren una actuación coordinada, y sobre todo de empatía y mucho amor. Respeten nuestro parto, respeten nuestro duelo.


Te invito a que conozcas más sobre mi historia, que plasmé en el libro Un nombre de guerrero. Se puede conseguir en Amazon, en versión papel para España, México y Brasil (6,9 Eur), y en versión Kindle en el resto de los países de habla hispana, incluido Argentina (1,9 eur) - no necesita de dispositivo Kindle, puede leerse en cualquier pantalla. Es una historia dura, pero está llena de amor y de ternura. Porque, ante todo, nuestras historias son puro amor.


Instagram: unnombredeguerrero

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